Los productores son conscientes de que existe un gran sector del público que se siente atraído por el género del suspenso y del terror. A esto se agrega el creciente interés por los temas vinculados con la religión desde un costado apocalíptico. Hay una vertiente de este subgénero que apunta a las descripciones más o menos explícitas de una hecatombe universal que amenaza con acabar con el género humano; y otra vertiente que se ocupa de la liberación de las fuerzas del mal para la perdición de las almas.
En este último grupo se inscribe esta coproducción estadounidense-española, lanzada en todo el mundo casi en coincidencia con la fecha en cuestión (aunque a nuestro cines llegó unas semanas tarde). La película está narrada en una progresión que intenta -sin mayor éxito- ser dramática, a medida que pasan los días que conducen a la peculiar combinación de cifras iguales, y se apoya en flashbacks que muestran la tragedia que casi quiebra la vida del protagonista: el incendio en el que perecieron su mujer y su hijo. Las visiones que experimenta este escritor se van a potenciar cuando viaje a Cataluña y se instale en una casa en las afueras de Barcelona, en la que agoniza su padre (con el que nunca tuvo una excelente relación) y en la que vive su hermano, un sacerdote postrado en una silla de ruedas.
Claro que todo esto sólo es una excusa para generar un crescendo dramático que, para desgracia del director y desencanto del público, nunca llega a cuajar del todo. En parte, esta frustración se debe a las pobres interpretaciones de los integrantes del elenco y, en gran medida, porque ni el guión ni el ritmo de la narración logran atrapar al espectador en la espiral de suspenso y horror que propone el esquema del filme. La investigación que lleva adelante el protagonista para desentrañar el misterio que lo rodea tampoco consigue un remate satisfactorio como para redondear un producto acorde con las expectativas de los aficionados a este género.